martes, 22 de marzo de 2011

Tanto cielo

No hace falta tanto cielo
si la luna de tu piel no está.

De una canción de Alejandro Filio. 


Apenas se hacía el silencio. No. Más bien se confirmaba. En la mesa sólo una taza recién vacía, hablaba de la ausencia que tampoco empezaba, se continuaba por más meses. Ya casi doce  habría sabido si hubiera reparado en el recuento.
Pero no. Sólo café con dos de azúcar esta noche se habían rendido a la espera que ya no era tanta, según. Una noche como cualquiera si no fuera por la luz azul de la esta luna hermosa, gigante y dulce que entraba, insistente por la ventana que, aún abierta, la dejaba entrar casi completa con su sabor y su desvelo.
En la pared de atrás, el calendario mentía vistiendo hojas de días pasados. Y los libros de la repisa seguían madurando palabras que le había leído una noche muy parecida a esta. Muy parecida, de no ser por la luna enorme y su fulgurante destello, y sus hombros cercanos que no estaban  y una conejita que retozaba antes por el piso de la casa y luego dormía entre las manos de ella, que tampoco estaba. Una conejita que le sirvió de compañera de viaje. Se fueron juntas, las dos. Ella y la conejita.  Un par de ausencias que esta noche con brillo de luna acentuaba.
No lo sabía (cómo saberlo) pero para entonces, casi doce meses después, ella había dejado ir a la conejita, al día siguiente que se fue. Era un campo amigo, buena tierra para la siembra y hacer madrigueras.
No lo sabía (cómo saberlo) pero esa noche en que él miraba la luna, afuera, en el patio con el frío correspondiente, ella miraba la misma luna, porque también estaba despierta, pensando, quién sabe en qué. Lejos pero despierta. Y tampoco sabía que la coneja, despierta también, igual como ellos, miraba la misma luna que alumbraba el campo y lo iba cubriendo, la luna al campo, como de polvo y de plata.


Marzo, 2011.


(Feliz Cumple)



sábado, 12 de marzo de 2011

El regreso, de camino al final.

Gracias por la idea.



Lo llamo Mateo, aunque podría nombrarlo Dalton, Morgan o Jean Marie, lo mismo da. Ahora tantos años después apenas reconocía el paisaje. El camino vecinal se había convertido en una carretera pavimentada y concesionada de dos carriles, uno para ir y otro para el regreso. Seguro reduciría el tiempo para el viaje que no hacía desde el invierno del setenta y seis. Los árboles que bordeaban el camino eran apenas un recuerdo incómodo y la presencia de gente haciendo nada era una somnolencia inocultable. 
La nota en la última página, con tinta reciente y letra temblorosa me había invitado, obligado a recoger mis pasos del hospital mental de La fragua. “Regreso al mar” sentenciaba esa nota. ¿Acaso era posible?
Esa primera vez que vi a Mateo (o Dalton o Morgan o Jean Marie) más bien me pareció un jardinero recio, hombre de tierra adentro y no el marino que el profesor Olivas me había aconsejado visitar. “Me parece que es un lugar demasiado común escribir sobre esto” dije lleno de displicencia. Olivas me dijo que él había pensado lo mismo hasta que por fin lo conoció.
Mateo estaba vestido como conserje, botas de hule y camisola. Debía saber de mi llegada porque al verme entrar, libreta y pluma entre las manos, dejó los trasplantes de malvones y se acercó hasta donde estaba para prodigarme un cálido saludo.
No perdimos tiempo. Me condujo a su habitación, que no era como esas, acolchonadas en las paredes. Me senté en el borde de la cama mientras él servía agua fresca en vasos de barro.
Entonces empezó a hilar su historia, que, por otro lado, yo ya conocía por conducto de Olivas.
Después de su rescate, Mateo, (Dalton, Morgan o Jean Marie) había ido a buscar a los viejos amigos, tenía que anunciarles que había estado en las entrañas de la noche y la locura. Pero Donald hizo de la experiencia y el delirio una burla descarnada, inclemente. Mateo, lleno de ira y aguardiente, casi lo hizo pomada a Donald y lo tomaron preso. Donald despertó días después con algunos centímetros menos de intestino y sin visión en el ojo izquierdo. Ya luego, supieron las causas de la pelea en el mesón y también se burlaron. Dijeron que Mateo estaba loco y llegó a La fragua.
Hablamos. Mateo, tenía entre sus manos hojas de papel que nunca leyó pero que blandía como un arma inofensiva.
Dejé el hospital de La fragua tan lejano de las costas, del mar y de cualquier horizonte. Por cierto, también perdí mi cartera con todo lo que llevaba dentro.
 Quisiera que las distancias se redujeran tan sólo con desearlo. Quisiera llegar y confirmar lo que la nota sugiere. “Vuelvo al mar”, dijo. ¿Y si fuera real? No, no puede serlo. El legajo en el que Mateo (Dalton, Morgan o Jean Marie) quiso perpetuar su memoria va aquí conmigo, al lado, vibrando, destilando aún el  aroma salitroso y cálido. Han pasado pocos días desde que recibí el paquete con los documentos que el marino escribió antes que el mar se tragara cualquiera de los rastros de su memoria amenazada.
Día el uno

Encontré estos pliegos entre las mantas que usábamos para cubrirnos por las noches. No debí haberme hecho a la mar. La instrucción era clara. Viento del norte, en rachado a veces y con alta probabilidad de tormenta. Por la tarde había pairado un momento, pensaba regresar pronto. No fue así. La tormenta de repente fue llevando al barco mar adentro y se rompieron las paletas, un mástil. El motor, se perdió quién sabe en qué momento. Otra noche más ya se aproxima. Tengo miedo. Hoy sí.

Día el cuatro.

El agua que me había llegado de repente y casi volteó la embarcación se ido peligrosamente. Me duele la sed y el estómago. Nunca debí salir sólo. No existe en el mundo tan perfecta soledad como la del mar en su noche. Escribo antes de que el cielo se apague. Apenas miro más allá de mis manos.

‘Día el cinco, medio día.

Mucho temo que la locura se viene apoderando de mí. Nunca sabré si estas líneas serán vistas por alguien más que no sea yo, pero es necesario que hablen si es que mi voz se extingue antes.
Entrando en la noche, cansado y temblando de frío, no dormido, más bien semiinconsciente, entró en mi sueño y me habló con calma, casi en silencio, reclamando mi permanencia en lo que ella llamaba “su medio”.
Su piel blanquecina y tersa parecía brillar bajo una distante media luna, su piel helada y palpitante. Dijo llamarse Mashikima. Ella se acercó hasta donde yo permanecía postrado, apenas lúcido, avanzando con la ayuda de sus brazos en el suelo. Su cabello azul se perdía en la oscuridad de ese rincón olvidado del tiempo.
Tomó mis manos y las guió hasta su torso que estaba desnudo. Un sobresalto hizo acelerar mi pulso, quise separarme de inmediato, pero la fuerza con la que me sujetaba me lo impidió. Hizo que me calmara hasta el punto en que el ritmo de nuestra respiración fuera sólo un ritmo que ella iba señalando.       
“Tuviste la mala suerte que te hallara” dijo y me besó los labios. Su lengua era de color azul y tenía un delicioso sabor a sal. “Nosotros somos seres hechos de sueños perdidos, de temores ocultos, de pasiones inconfesables. Espero que sepas las reglas que el mar dicta. Eres mío a partir de ahora hasta el fin”
Mi asombro y mi temor crecía con cada una de sus palabras pero no podía responderle, sencillamente porque aún no estaba convencido que hubiera abandonado el sueño. Que todo fuera real. Fue entones cuando Mashikima me miró de otra forma. De una manera muy distinta, en que la ternura de la espuma marítima podría haber encontrado su mejor metáfora. Saltó por la borda y dejó que el amanecer me dejara creer lo que yo quisiera. Adelantó mi despertar a un día más. Día que apenas creo comenzar, mientras escribo estas palabras.
Día el siete.

El sueño de Mashikima, la presencia de Mashikima regresó la noche de ayer. “Hice que encontraras tu camino de regreso, no sé por qué, quizá porque a pesar de todo, no te has convencido de nada y creo que me ha decepcionado. Mañana en la noche dormirás en tierra firme. Verás el fuego, secarás tus pies, pero no termina nuestra historia, sólo empieza. No lo sabes pero el tiempo aquí no es igual que el tiempo allá. Vas a querer volver a mis brazos, al cobijo eterno del mar. Cuando tu tiempo de allá amenace con el final, buscarás la eternidad que sólo en mí puedes encontrar”.
Mashikima se acomodó entre mis piernas. Me hizo sentir esa piel ajena donde deberían estar sus piernas. Su piel frotándose a mi piel parecía quemar y aliviar al mismo tiempo. Besé su boca y me dio a probar su celeste lengua por última vez. Quise dormir abrazado a ella pero me separó de inmediato. “A tu regreso” sentenció, y desapareció junto con mi sueño, justo al despertar.

Encuentro estas hojas cuatro días después de haber tenido la suerte de ser encontrado por un pesquero asiático. Bebí agua. Dormí mucho y regresé al puerto que nada había cambiado. Ni el mesón, ni la cantina. Donde todo seguía siendo lo mismo, la empacadora, la torre y el faro. Donde todos seguíamos siendo la misma cosa, hasta yo, según el espejo. Sólo encuentro nuevas estas como cicatrices de mordidas, como de dientes, marcadas en mis brazos. Sólo esas marcas como de dientes, que tienen forma de estrella de mar’.
Ahí terminaba el legajo que me mandaron por correo algunos días antes. Las demás hojas, hablan sin hablar, se han borrado, son memorias que no le ganaron al tiempo.
Sólo la nota al final actualizaba el mensaje y vindicaba sus palabras. Me temblaban las piernas cuando llegué a la recepción de La fragua.


“Escapó hace unos días, abusó de la confianza que se le tenía. Pudo haber ido a cualquier lado. Un hombre enfermo no puede llegar muy lejos. El doctor le recomendó que se cuidara, que era delicado, que el tiempo se acababa y ahora, ¿qué vamos a hacer, dónde estará?
En el mar, dije en voz baja y salí del hospital para tomar el camino de regreso. Debía darme prisa, comenzaba a oscurecer.

Marzo 2011.