sábado, 14 de diciembre de 2013

A cuatro manos


“Tiene un tatuaje en la espalda baja”, pensé en responder pero bajé la mirada sin decir nada. La imagen del trazo, las vueltas, las líneas, hacían del dibujo una caligrafía incomprensible para alguien que no fuera iniciado en el rito de su piel que era una especie de auto de fe.
No quise decir su nombre porque de todas las mentiras que me había dicho, quizá aquella era la más evidente. Habíamos estado juntos las últimas horas en la incomodidad de los asientos de un autobús de línea económica  mientras abrían la carretera de regreso a la Ciudad. La temporada de lluvias antes del invierno había dejado tan floja la tierra de los cerros que bordeaban la carretera que los deslaves se podían contar tanto como las horas de inmovilidad fastidiosa.
Me dirigí a ella con el pretexto de maldecir las lluvias de la noche anterior, el calor sofocante y las horas sin medida que se desgranaban ante nosotros. A pesar de mis argumentos, lo único que pude sacarle fue una sonrisa rutilante que le hacía levantar un poco el labio superior del lado izquierdo.
El pelo negro sujeto con una cola detrás de la nuca lo sugería muy largo y, tal vez, me hizo desear verlo sin la cinta que lo ataba, seguramente le habría caído sobre los hombros y tal vez más abajo. Viajaba sola aunque no recuerdo en dónde había abordado. Al salir de la estación su asiento estaba vacío. Estuve dormitando un par de horas y cuando desperté ya ocupaba el asiento a mi lado. Usaba un perfume dulce y poco discreto. Sobre las piernas descansaba lo que después supe era su único equipaje, una bolsa de tela color gris. No alcanzaba a cerrar del todo, pude ver dentro una coneja de peluche color rosa.
Tenía una voz ronca que armonizaba perfecto con su mirada densa, profunda. A las risas siguieron monosílabos y después charlas inconexas sobre cualquier tema que nos alejara de la carretera que se había convertido en un inmenso estacionamiento.
Avanzamos cuando comenzaba a atardecer. El trayecto después de ella se había convertido incomprensiblemente breve. En lo que me parecieron pocos minutos entramos al patio de arribos. La ayudé a descender tomándola de la mano que estaba muy fría. El tacto de su piel era un poco rasposo, quizá sus labores eran muy manuales. A pesar de ello, sus uñas estaban cuidadosamente arregladas, cubiertas con esmalte trasparente.
Fue en ese momento cuando la blusa blanca sin mangas que vestía se levantó un poco dejando ver la parte baja de su espalda descubriendo un tatuaje de formas intrincadas. El dibujo era demasiado sugerente, parecía terminar en una punta que señalaba hacia abajo. Me sorprendió mirando sus nalgas a través de los vaqueros desgastados.
Nos despedimos. Dijo que viajaría al poniente de la Ciudad y me alegré de esa coincidencia de rumbos. Me ofrecí a llevarla en el taxi que tenía planeado abordar para llegar a mi destino. Mentí. Yo llegaría a un hotel en el Centro y había pensado viajar en el metro.
Se despidió de mí. Sorprendentemente me rodeó con un abrazo que me dejó impregnado el olor de su perfume en el cuello de la camisa. Mientras se alejaba caminando pude ver, otra vez, el dibujo incompleto del tatuaje mal cubierto por la blusa y los vaqueros.
Antes de abordar el metro decidí comprar en un kiosco el periódico, un café frío y un pan espolvoreado con azúcar impalpable. Cuando llegué a la caja para pagar el consumo no encontré la cartera. En su lugar, un navajazo preciso en la bolsa de la chamarra, donde también habían estado mis llaves y la dirección del despacho de Juan Palacios, el licenciado al que venía a ver por recomendación de mi prima Estela.
Declarar el robo de mi cartera ante un agente somnoliento y una secretaria gorda que tenía el cabello desteñido por peróxido me tomó más tiempo que la lógica y el cansancio del viaje podrían haber sugerido. El agente hablaba como si sus labios pesaran tanto como el abdomen de su secretaria. “¿Alguien se acercó a usted en algún momento, tanto para haber hecho esto? Podemos pedir los videos de las cámaras. ¿Alguna descripción?”.
La imagen del tatuaje en mi mente no dejaba lugar para articular alguna palabra que no fuera más que un “No” definitivo. La secretaria me dio una copia del acta y me pidió “para el refresco”. Dejé en el escritorio mi único billete de veinte pesos. El agente extendió su mano y me dio un boleto del metro. Cuando salí, la ciudad navegaba ya a la deriva de la noche.

viernes, 18 de octubre de 2013

Arbolada



Van y vienen los árboles
de tu silencio al mío.
Aurelio Asiain.
Si el poema es árbol ella comienza a ser entonces una mujer arbolada.
Alberto Ruy Sánchez.


Dice el poeta Aurelio Asiain que por mucho que se empeñen, los árboles no pueden quedarse en su lugar. ¿Quién puede negarlo? Y es que en verdad siempre andan persiguiendo en forma de recuerdos de rasguños y raspones cuando, en una infancia tan distante, uno invadía la tranquilidad de la fronda.
Subir paso a paso las ramas de un árbol era iniciar una breve expedición al cielo que prometía siempre un final inesperado, indescifrable. En la sombra de un árbol, por alguna razón, siempre se detiene el tiempo, se vuelve lento y dulce y dan ganas de quedarse ahí, siempre, en la eternidad imperturbable de un segundo.   
Es imposible separar la idea del tiempo al estar frente a un árbol. Un árbol es la más evidente y amistosa representación del tiempo transcurrido. El pasado que se va hundiéndose en la tierra, el futuro extendiéndose al cielo, expectante del próximo aleteo de ave, de la lluvia, del amanecer promisorio. El ahora a ras de suelo, en delicado y asimétrico equilibrio. Natural palíndromo.
Si el tiempo no se detiene, los árboles tampoco se detienen. Quizá por eso Tatiana Zugazagoitia sigue las huellas de los árboles, de un árbol, siguiendo la traza que los poemas de Aurelio Asiain sugieren. Versos desvestidos de tiempo.   
El movimiento de la enramada, del viento, de la nube, de la ola o el arroyo surgen de repente del cuerpo de la mujer que al mismo tiempo es reflejo y metáfora. El silencio y la palabra se deshojan y retoñan entre luces vertiginosas, primero, y apacibles, reposadas, después. En un movimiento, en una pausa vamos del jardín que es certeza o es ausencia a la irrefrenable caída libre.

Una hoja seca que cae puede partir el universo, romper el silencio, inundar los ojos. Si la hoja seca tiene ese poder incontenible, el cuerpo que agita la atmósfera y blande la luz y la sombra, que rima y germina versos, sólo puede dimensionarse con las palabras que despiertan en la poesía. El cuerpo en movimiento de la mujer que es reflejo y no es, porque no deja de ser verdad, después del viaje, regresa y toma su lugar frente al árbol, a un  árbol que no es más, ni menos.


Ciudad de México, octubre 2013.

miércoles, 9 de octubre de 2013

En la siguiente estación.


La oficina estaba iluminada por una mortecina luz amarillenta. Era pequeña y parecía estar incrustada en el espacio entre el muro y los plafones falsos que cubrían las paredes de la estación.
Perales estaba en mangas de camisa y aunque todavía era notable el aroma amaderado de su loción, en el ambiente se percibía un olor extraño, salino y húmedo al que ya se habían habituado. En el fondo se adivinaba un estante que albergaba dos filas de carpetas idénticas de lomo verdoso que sólo se distinguían entre ellas por el pegote que las enumeraba en orden del uno al trece. La carpeta con el número nueve no estaba a la vista. El resto del mobiliario lo integraba la silla de respaldo alto de Perales, el escritorio que sobrevivía inexplicablemente a los años, un ventilador de pedestal y tres sillas con respaldo y asiento de madera, las patas de tubular estaban despintadas y parecían escamarse por alguna enfermedad contagiosa.
En una de ellas estaba sentado, miraba sin mirar cualquier punto en la pared mal pintada de enfrente. Permanecía callado, imperturbable. Perales le había ofrecido agua en una botella de plástico que sacó quién sabe de dónde. Eusebio se llevó la botella a los labios, tenía la boca seca. El sabor de su propia saliva era desagradable, espeso. Mientras bebía un trago largo, doloroso, se podía observar  que a Eusebio le temblaba la mano.
“¿Me vas a decir algo más?” preguntó Perales mientras cerraba la puerta clausurando, en algo, el bullicio interminable del pasillo que conducía directamente al frente del andén.
La mirada de Eusebio seguía apacible, perdida en otro tiempo. Del tiempo de antes, de más antes cuando los padres vivían y había tierra y lluvias para sembrar la milpa. Casi llegó el recuerdo del pozo, de la garrucha y el cubo metálico, el hálito dulce y húmedo que subía desde el fondo. Casi llegaba el recuerdo, pero no llegó. En cambio, Perales seguía machacando con su voz de tronco seco: “¿Me vas a decir algo más?”.
“No” respondió Eusebio con voz muy queda, determinada, vestida de una incuestionable sinceridad que atajó cualquier posibilidad de insistencia de Perales. “Está bien” exhaló Perales y tomó el teléfono para hacer una llamada. No marcó un número completo, quizá sólo una extensión, tres dígitos fueron suficientes. En la distancia a Eusebio le pareció adivinar, sobre el escritorio, un objeto conocido dentro de una bolsa de plástico: La navaja de muelle.
No hacía un año que Eusebio Martínez había llegado a la Ciudad desde San Juan Amatepec, uno de tantos pueblos que nunca figuran en los mapas, que envuelve el olvido, que el oficialismo niega y la pobreza de los habitantes reafirma insistente. Otro de los incontables sanjuanes, sanpedros, sanmigueles que desangran su existencia en las tardes polvorientas, desbordadas y ausentes de tiempo.
Se había instalado en un cuarto ruinoso de una vecindad cercana a La Merced habitada por nadie, los espacios estaban acondicionados como bodegas de los almacenes de la zona. En el patio central casi era palpable el olor astringente de plantas secas para preparar té y que se vendían al menudeo en los localitos de herbolaria medicinal y amuletos para la suerte.
Trabajaba en la carga, en la estiba, el acomodo. Una labor dura que comenzaba muy temprano y se extendía a veces hasta muy entrada la tarde. La vivienda era pequeña, incómoda y no tenía cocina, quizá por eso Eusebio solía pasar a comer a la fonda de doña Ofelia García, Doña Ofe. Cinco mesas de resina plástica se apretujaban en los escasos diez metros cuadrados de aquél local con piso de cemento pulido y restos inexplicables de congo amarillo. En bajo relieve, en las esquinas del local cerrado, se adivinaba apenas una hilera de tréboles de yeso cubierta por una uniforme capa de humo y cochambre.
A pesar de estar en el corazón de La Merced, la cocina de Doña Ofe tenía la ventaja de estar en una callejuela a espaldas de la nave menor, la calle era silenciosa, era habitual que llevaran a estacionar por ahí camiones de carga impidiendo la circulación cotidiana. En una evidente paradoja vehicular, el amontonamiento y la inmovilidad proveían a las tardes de silencios imperturbables.
Además del silencio y una ración generosa de frijoles y gelatina de leche al final de la comida, Eusebio paraba ahí porque le gustaba ser atendido por Sonia. Una muchacha de difíciles treinta que servía las mesas con impronta gracia. Solía vestir blusas blancas de manga corta y holanes en el cuello y una falda negra y ceñida, lo suficiente corta para dejar ver un par de rodillas huesudas.
Era notable el entusiasmo de Eusebio al mirar a  Sonia ir y regresar con platos sobre charolas de metal decoradas con imágenes idealizadas de la leyenda de los volcanes patrocinadas por Victoria.
También por la cocina iba a parar seguido “El negro”, uno de los “chineros” más ágiles del barrio.
Quizá porque Eusebio se dejaba ver diario por allá o porque Sonia no se ponía seria cuando llegaba con los platos de la comida corrida, “El negro” se tornó hostil hacia Eusebio, comenzó a hacer de la casualidad una fastidiosa constante. Al encontrarlo en la calle, no pocas veces se dirigió a él como indio. “El negro” robaba nopales de los tenderetes para arrojarlos a su paso. “Si no los tragas te los pones en las patas”, gritaba “El negro” a toda garganta, aunque su voz se perdía entre los altoparlantes de las tiendas que ofrecían manteca de papel y remedios dérmicos o pretendían atraer compradores con música de salsa o reguetón.
Fue un sábado después del trabajo, que había terminado temprano, cuando “El negro” atajó a Eusebio entre las lonas amarillas de dos puestos ambulantes. Lo sorprendió por la espalda, sujetando su cuello con certera llave china. Alguien, que Eusebio no alanzó a reconocer, le metió mano a los bolsillos del pantalón y sustrajo los pocos billetes que pudo encontrar en la rápida maniobra.
Parecía otro trabajo limpio, como las que “El negro” solía terminar con una sofisticada intrepidez, sin embargo antes que saliera corriendo, Eusebio lo pudo asir del cinturón y haló con fuerza. “El negro” perdió el equilibrio y cayó al suelo. Fue ahí, sin terceros que hicieran del número una ventaja, que Eusebio y “El negro” se liaron a golpes.
La pelea duró poco. Los policías que rondaban el barrio a bordo de una patrulla con la defensa chocada levantaron a los hombres en vilo. A “El negro” se dirigieron con molesta familiaridad. A empujones subieron a Eusebio a la patrulla sin que permitiera argumentar nada más que monosílabos atropellados.
Un policía de bigote ralo tomó a “El negro” por el hombro y se alejaron platicando en voz muy baja. Se perdieron pronto entre los mirones y los puestos ambulantes. Algunos minutos después el mismo policía llegaba caminando al lado de Teresa, una prostituta que se apostaba desde temprano en cualquier esquina, a unas cuadras de la capilla de Manzanares.
A la distancia, Teresa tenía muy buena visión, observó a Eusebio quien mantenía la cabeza gacha y el labio sangrante. De haber estado más cerca, quizá Eusebio habría escuchado que Teresa le contestó al policía con un “No mames” cuando éste le proponía que lo acusara de algo, de lo que fuera, de intento de robo. Teresa ya no dijo nada nada y se alejó de allí, chocando los tacones sobre el asfalto con su digno garbo, envidiable.
La patrulla se dirigió al ministerio público. Eusebio estuvo detenido treinta horas sin motivos. Un funcionario que vestía un raído traje gris llegó acompañado de un policía al que le colgaba un tolete del cinto. Sin hablar lo guiaron a la salida, pardeaba la tarde. Sin un solo peso encima, Eusebio decidió regresar caminando.
La navaja de muelle la compró al siguiente sábado. La jornada del trabajo había empezado en la madrugada, antes de las cinco, el patrón ofreció pagar no sólo el doble del día, también mandó comprar las tortas y las cervezas a condición que descargaran ese mismo día un tráiler que había llegado retrasado.
Eran las seis cuando Eusebio dejó las bodegas. El aire estaba desbordado por el aroma denso del carbón de los puestos de elotes que se preparaban para una tarde prometedora, estaba nublado.
Eusebio decidió andar hasta la cocina de Doña Ofe, sabía que encontraría las cazuelas colgadas y limpias y el piso anegado por el agua lechosa a causa del desengrasante a base de sosa con el que se anunciaba sin palabras el fin de la comida y las labores en el negocio.  
La dueña sabía del pleito con “El negro” y recibió a Eusebio con evidente amabilidad. Explicó que era tarde, que ya estaban lavando, que ya no había nadie. Usaba la palabra “nadie” para ocultar la única ausencia real. Sonia había dejado el empleo dos días antes. Doña Ofe intentó algunas explicaciones que Eusebio ya no estaba atendiendo. Eusebio veía en los tréboles en bajorrelieve del muro, una metáfora indudable de su suerte. Los miró marchitos, cubiertos como siempre de humo y cochambre.
Decidió caminar otro poco y pasó por alguna ferretería de Corregidora. Compró la navaja nada más por si se ofrecía.
Pero se ofreció muy pronto. El domingo, temprano, decidió viajar al norte de la Ciudad, quizá enfilarse a Tlatelolco o a la Villa, lo decidiría en el camino. Abordó el Metro en la estación Merced, en la atmósfera el olor de cebolla y chile seco se mezclaba con el ruido de los viajeros que ya atestaban los pasillos a esa hora. Desde afuera, llegaba la voz inconfundible de  Celio González sonando en los bafles de algún puesto de discos piratas: “Si tú supieras las ansias que tengo de hablarte muy quedo, para decirte la inmensa alegría que siento al mirarte”.
Dejó pasar un tren para esperar al próximo, deseando el imposible asiento vacío. El siguiente tren llegó agitando el aire caliente que ya comenzaba a ser molesto. Convencido de la inutilidad de su espera, Eusebio abordó tomando sus centímetros de suelo al interior del vagón.
En la siguiente estación una masa apresurada de gente apretujó a Eusebio contra el pasamanos lateral y una mujer que intentaba poner a salvo una crinolina plegable de alambre galvanizado y tela de mosquitero.
De pronto una mano le pegó un empellón por la espalda ahuyentando los vestigios del lejano sueño nocturno. “Ábrete puto indio” escuchó decir a una voz conocida. Era “El negro” recargado en la puerta opuesta a la que, necia, se abría y cerraba al arribo a la siguiente estación.
“¡Que te muevas, hijo de la chingada!”. “El negro” se abalanzó sobre Eusebio golpeando con puños y codos sin razón aparente. Contraviniendo las leyes de la física, los cuerpos de los viajeros se replegaron dejando un espacio libre mientras los hombres caían al suelo entrelazados. Por momentos, los cuerpos parecían ser uno solo, un extraño animal reptando en el polvoso suelo del vagón del subterráneo.
“El negro” intentaba sujetar el cuello de Eusebio con sus brazos requemados, expuestos al sol. También hoy usaba camisetas sin mangas y de su cuello colgaban  escapularios con bordados coloreados de San Judas Tadeo.
El silencio jadeante de Eusebio y los gruñidos de “El negro” fueron interrumpidos por un clic metálico que apenas pudo escucharse. El cuerpo de “El negro” recargó su peso desfalleciente sobre Eusebio quien se levantó agitado y empuñando la navaja con la hoja cubierta de sangre.
Cuando el tren llegó a la siguiente estación un grupo de policías y guardias de traje oscuro estaban apostados a lo largo del andén. “Es aquí” dijo uno agitando el brazo, señalado la puerta donde, de pie, Eusebio permanecía inmóvil. A sus pies dejó caer la navaja de muelle. Se llevaron a “El negro” en una camilla, iba con la boca abierta, le chorreaba saliva por las comisuras.  Varios hombres rodearon a Eusebio y lo llevaron a la oficina de Perales quien escuchó la breve historia que Eusebio había hilado apenas, escatimando las palabras.
Sereno, Perales dijo que ya no tardaban, que estaba por llegar “el Ministerio Público”. Probando su suerte volvió  preguntar “¿Me vas a decir algo más?”. Eusebio dijo sereno, abriendo los ojos tanto como le fue posible. “Sí, me la debía pues”.

Ciudad de México, Septiembre 2013.  



miércoles, 14 de agosto de 2013

La última noche del tiempo.


Parece que el tiempo aquí se ha vuelto corto, que tiene bordes, que cabe bien en el reloj y le sobra espacio y peor aún, que tiene horario de atención. Eso parece, desde este lado de la banqueta. Los comercios que solían coquetear con la media noche, hoy cierran sus cortinas como párpados vencidos por el sueño.
Pero eso de este lado, cruzando parece que todo sigue igual, en lo mismo. Una cafetería de franquicia vende cafés que tienen el precio de un salario mínimo y uno no sabe de quién es la culpa. Una interminable fila de autos se extiende a lo largo del eje vial, como rindiendo pleitesía a un totémico dios de ojos coloreados y espera el milagroso destello en verde que otorgue la gracia de la movilidad que se mide en centímetros por hora.
En la sombra, la marquesina del cine “El tiempo” desde hace años había perdido la capacidad de asombrar, de atraer, de seducir el interés de cualquier caminante ocasional o frecuente de este rincón cualquiera de la Ciudad. Un anuncio insípido sólo promete funciones a la 6 y a las 8.
Todos sabemos que las películas de “El tiempo” no son estrenos, que las funciones de las 6 y de las 8, lo único que pueden llegar a emocionar es al recuerdo si es que existe y es que muchas veces el recuerdo necesita madurar en la sombra y películas como las de “El tiempo” están demasiado expuestas a la luz del medio día de cualquier sábado, en cualquier canal de señal de televisión abierta. 
La decisión fue difícil, pero la respaldaba una taquillera somnolienta, una dulcería con apenas la indispensable dosis de azúcar para ser considerada peligro dental, un portero y guardia, los dos en un solo empleado, encargado en cuidar la soledad de las escaleras ausentes de pasos. La administración de “El tiempo” se llevaba desde un estado norteño, Coahuila o Monterrey.
También del norte llegó la idea de cambiar el semblante de la marquesina, la esquela se redactó antes del deceso. Esa mañana se armó el esquelético andamio que yacía como fósil en el traspatio, se añadieron letras que contrastaban con las otras ya comidas por el sol. Por fin había novedad. Con una fatalidad que no disimulaba su franqueza se anunciada la última función del cine “El tiempo”.
A pesar de la anunciada sentencia, el talante de los empleados parecía no haber cambiado en nada. No hubo sacos nuevos, camisas almidonadas o zapatos lustrados más allá de lo permitido. No se agregaron más dulces a los exhibidores. Los refrigeradores apagados lucían una suficiente variedad de agua carbonatada de colores, todos los que estaban apilados  en la bodeguita de la dulcería. Cada centímetro parecía exhalar mudos estertores en un lenguaje visual codificado.
La sentencia anunciada entre un marco brillante de focos incandescentes encendidos había surtido efecto. Los boletos que se vendieron casi llegaron a número de veinte. Ninguno de los asistentes tenía interés alguno en la proyección. La película era poco menos que un pretexto que convocaba los pasos y fracturaba el olvido acumulado.
Las edades de los asistentes sobrepasaban en promedio el medio siglo si el prejuicio hubiera servido de medida. A las parejas que cruzaron la puerta los recibió el inmenso candil que seguía pendiendo del techo del salón, sin embargo los antiguos focos incandescentes en forma de flama, habían sido sustituidos por lámparas de tubos doblados en espiral. Esa mancha de modernidad ahorradora de energía eléctrica tenía un efecto desalentador y ridículo, como si un Santa Claus de la Alameda cubriera la blancura de sus canas con tinte de negro azabache.
Nadie esperaba ver nada nuevo en la pantalla, de haber sido así, habría tenido un resultado aún más desolador entre los espectadores que desempolvaban de su fonoteca personal los diálogos que los actores en la cinta grabada habían perfeccionado con el tiempo. Todos los asistentes, sin excepción, estaban allí para conjurar a la memoria con la eternidad, así terminara esa misma tarde o dentro de cincuenta años más. A pesar de querer creer lo contrario sabían que las eternidades tienen la medida de su pronunciación.
Una pareja de ancianos estaban ahí para detonar el recuerdo de  otros tiempos que tuvieron ese mismo lugar de escenario tres décadas antes. Otra pareja, quizá, sólo aventuró su presencia en esa oquedad en el tiempo para tener hora y media de oscuridad inducida y libertad plena en el tacto. Un joven de aspecto quebradizo entró a llorar la ausencia de la dueña de una piel vibrante que se había despedido usando en un e mail frases tan gastadas como cerrar círculos. Necesitaba un instante de penumbras para asumir su cualidad de círculo cuando en ella veía una línea franca en perspectiva, un punto de fuga sin final aparente.
La liturgia se lleva a cabo sin sobresaltos. Las luces tomaron el lugar de las plegarias. La comunión se toma en una butaca con recubrimiento de tela verde y fondo de esponja, la hostia tiene sabor a cacahuates japoneses.
El cadalso y el condenado son la misma cosa. “El tiempo” lleva una mortaja de cortina de terciopelo rojo. Como un consuelo inútil, todos los presentes compartirán una muerte colectiva, el inútil consuelo de muchos. Se les termina el tiempo y lo saben y no hacen nada para evitarlo. Están a punto de contagiarse de una falsa atemporalidad.
En la pantalla de enfrente, se escribe una palabra que nunca para ellos había tenido mayor significado. Los créditos de las viejas películas mexicanas aparecen al principio, por eso el letrero de “Fin” siempre es tan contundente. Después de él sólo la nada sigue en la pantalla. El sonido se apagó y se encendieron las luces de “El tiempo”. Alguien en la luneta respondió al silencio con aplausos que pronto se replicaron en la sala y la desbordaron. Desvestidos del tiempo, aquellos testigos de su extinción, se entregaron a la eternidad que les amenazaba desde una noche sin final y que avanzaba a la orilla de su propio abismo de mañana.


Ciudad de México. Agosto 2013.

domingo, 21 de julio de 2013

De palabras prestadas.



Hace algunos años leí un hermoso poema de Luis García Montero el cual conservo aún, impreso en la página amarillenta de un suplemento semanal. Ese poema siempre me recuerda algo que aveces olvido.

La tristeza del mar cabe
en un vaso de agua


No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.

-Piedad Bonnett-


Los hombres tristes,
que tienen en sus ojos un café de provincias,
que no saben mentir como quien dice,
que se esconden detrás de los periódicos,
que se quedan sentados en su silla
cuando la fiesta baila,
que gastan por zapatos una tarde de lluvia,
que saludan con miedo,
que de pronto una noche se deshacen,
que cantan perseguidos por la risa,
que abrazan, que importunan hasta quedarse solos,
que retornan después a su tristeza
igual que a su pañuelo y a su vaso de agua,
que ven cómo se alejan las novias y los barcos,
esos hombres manchados por las últimas horas
de la ocasión perdida,
me recuerdan a mí.
  
Luis García Montero.



miércoles, 26 de junio de 2013

Instante



El silencio consume a la noche y al cigarro que entre sus comisuras es la única objeción de esa obscuridad de piedra. La mira recostada en el sofá que está contra la pared, frente a la ventana. Casi  dormida, igual que la vida de afuera, casi en silencio, casi ausentes del otro.
Ella mira al cielo que se apaga. Él, a ella que lo ignora.
Pero no se acerca, sería tan fácil sortear la ínfima distancia que les separa. Sería tan fácil. A dos pasos, a una caricia, a la huella de sus labios resecos y temblorosos que no recuerdan otro sabor que el amargo del ron diluido en agua simple que se ha impuesto como penitencia desde la tarde.
Ella se irá apenas aclare. Lo sabe porque siempre es así.
Toma entre sus manos el reloj de mesa y lo azota contra la pared. Idiota, el tiempo es tiempo, aún sin relojes.
Ella interrumpe su camino al sueño. Despierta. Por una orilla de la cortina, los reflejos de la luz del poste son como flamas transparentes que lo convierten a él en una sombra silenciosa y voraz que se abalanza hasta  ella, sobre ella. Y entre sus sombras confundidas, mataron a la luz que sin permiso, les mojaba las espaldas.



Ciudad de México, Marzo 2010.

viernes, 3 de mayo de 2013

Basuras




Las escaleras descienden los pasos inmóviles de una masa de usuarios anónimos, eso parece. Los ojos están dispersos en todos los puntos que ofrece la estación. Una reja polvosa, paredes con filtraciones de agua que dibujan figuras ovales, ajenas a la vista de algún místico urbano, que no ha pasado por acá y que les encuentre semejanza con alguna advocación Mariana.
Desde este fondo que no lo es tanto, Teo escucha las notas de un violín que es el único sonido real, lo demás son astillas que se encajan en el silencio. El sonido está cargado de lejanías, no trae nada para Teo, aleja. Este sonido no puede sugerir otra cosa, sólo distancia.
Por momentos, la pieza le recuerda una canción conocida, ¿La cautela, quizá? Pero no, de repente las notas son otras, van por otros caminos, van, se van. Tal vez el violinista, que ya se asoma, su sombrero al menos, improvisa, reinventa, compone. Quizá recuerda campos de siembra, días de secas, casa de aromas de leña, gritos tintos de aguardiente.
Cierra los ojos el músico, quizá encuentra en la soledad particular que guarda sus párpados el pentagrama que sigue como una armónica letanía. Cierra los ojos y los abre para mirar el morral a sus pies con pocas monedas. Mientras Teo se pierde en la minúscula inmensidad de un peldaño metálico y mira cómo se alejan los cuerpos de los otros viajeros y dejan en su apretujada indefinición un espacio infinito que crean las cuerdas, la madera, el arco, el vacío y el viento. Y se aleja la muchacha de la blusa de tirantes y la espalda descubierta, el somnoliento trajeado, el hombre canoso de manos rugosas. Todos no existen, gracias a La cautela reversionada. Una casualidad de notas, un encuentro fugaz con el pasado, como lo son todos los encuentros de otros tiempos con el ahora que se diluye entre la marcha de pasos ajenos, entre el zumbido de luces halógenas.
El morral con pocas monedas, quizá hieren al músico que aprieta los labios, quizá nos odia. Teo también se odia un poco, buscaba una moneda en el bolsillo del pantalón que no encontró. Sólo pudo sentir, palpar, el filo de un billete. Un billete que no pudo colocar en el morral con las monedas. El billete no, pensó Teo y sintió que se robaba la atmósfera, el sonido, la distancia, el espacio. El billete no. Se repite y se odia. Y odia más a los meses pares en que las cuentas por pagar devoran la atmósfera siempre, por eso agradece, sin monedas al músico que sigue tocando con los ojos cerrados. El sonido se queda atrás como la distancia. Otra vez, como otras veces, Teo y miles de humanos atestan en vagón cuando aparece.
El tiempo regresa al tiempo. El carro va rápido y frena indolente en cada estación. Suben más, bajan menos. Teo terminará el viaje en la otra estación aunque se sigue odiando por eso, un billete, odia al billete por no ser monedas. Al salir del túnel y entrar a la estación el odio ya no es odio, ya pasó, hacemos de cuenta que fuimos basura, nada más. Lejos del ayer y la distancia, del instante y lo demás, siempre habrá remolinos que nos alejen o nos acerquen, siempre tal vez. El tipo con el traje oscuro y lentes oscuros y cabello oscuro estorba el paso hacia la puerta. Al pasar, Teo le pega un empellón para abrirse paso. Sale. El tipo pregunta con un grito a Teo ¿Qué te sientes? "Basura, pendejo", responde Teo y camina por el pasillo a la salida del andén.
  


 Ciudad de México, mayo 2013. 
  




sábado, 16 de marzo de 2013

Un Mundo Secreto o La belleza de decir.




A Lucía Uribe, diálogo de mirada silenciosa


El sonido del secreto es siempre el silencio. Ese es su escenario, su recinto, su remanso imposible. A pesar del silencio un secreto nunca reposa, siempre está latente, siempre está listo para la fuga, para el escape.
Lo secreto es mejor tenerlo cerca, para que no se escuche contundente y estruendoso, seria negarlo. El secreto es algo infinitamente cercano, se confunde con el aliento que se exhala en la  mañana de un día cualquiera. En la mañana del día de un viaje al sur de la Ciudad, primero después de silencios, de pisos sin pasos andados todavía. El sonido de los labios cerrados, silencio, vestuario recurrente del secreto. El secreto de la piel sin tacto ni caricia y el posterior irse, que a veces, ni siquiera es opción.
El hermoso inicio visual (sensorial casi)  de “Un mundo secreto”, (Gabriel Mariño, Puebla 1978), nos deja precisamente en el inicio de un secreto que poco a poco, imagen a imagen se irá descubriendo, asimilando, nos hará cercanos testigos, imposibles cómplices.
Con delicadeza y belleza incontenibles, la dolorosa y hermosa soledad de María (Lucía Uribe) deshace la Ciudad en un eterno fuera de foco. María es lo único que existe, todo lo demás es ajeno, es artificial, no es personal, es la negación del secreto entre el caos irreconciliable de la Ciudad, que siendo inadvertido, entonces tampoco existe.
María que en el mismo espacio, aleja con los brazos tendidos al frente, que no habla, que parece no ver, o mejor dicho, mira otro espacio que, como el secreto, está oculto o quizá no, quizá es el sitio al que se está yendo y reclama los afectos personales y los pasos latentes.
María, que es la contradicción del secreto, que invita a su interior para acompañar la soledad irremediable que la Ciudad y la vida ofrecen fácil y en abundancia cuando el tiempo y los afectos llevan demasiada prisa.
El camino, el deseo de perderse y encontrarse no sólo desdobla kilómetros, también el interior, la casualidad y los encuentros sembrados, segados, marchitos, promisorios.
Mariño celebra con el silencio aparente, la indescriptible belleza del decir y la palabra. María, no es solamente el pretexto del deseo efímero es, sobretodo, el ánimo de decir, de descubrir, de develar. Por eso Juan no sólo es la segura compañía, es la otra parte del decir, es el escuchar, no el oír que pasa como viento, si no es escuchar que anida, que se enraíza, que penetra mucho más allá del misterio cíclico del sexo.
María cuando dice: “Oye Juan” señala su destino, guía, comparte, devela. “Oye…” y habla y se escucha segura en el oído del otro. Por eso, quizá la confesión tiene lugar ante un lugar sagrado, frente al espejo.
Después del sueño, el interior formó al mundo afuera desde otro pasado, por fin hay una memoria agradable después de la piel y las sábanas impregnada en la mezclilla de una chamarra, los caminos se definen, el horizonte marca ruta, el mar y sus inmensidades (que por fortuna llegan a cuadro) reflejan el secreto que puede ahora dejar de serlo.
El secreto que se revela otorga la libertad y el descanso, ahora el silencio no es obligación si no opción y la belleza del cielo no es otra cosa que la inmensidad del mar en reflejo, en eterno regreso, en sentido contrario.

martes, 29 de enero de 2013

Mientras cae el tiempo


"Esta nada que soy
cansado de no ser sino eso" 
Luis Tovar.





Permite a mi silencio
Hermanarse con tu boca
Y sean culpables
De incestuoso proceder.
Que encuentre mi sombra
A tu sombra
Y te desnude alevosa
Al dormir
Cansada.
Déjame colmar tu olvido
Saciar mi hambrienta
Soledad irreparable
Restañar el tiempo
Que desciende
En tus párpados
Morados.