1.
"¿Por qué no?" Fue lo último que pensó Ángel
cuando sacó los billetes de la cartera para pagar el boleto de entrada. Estaba
convencido que aquel arrebatado gusto le costaría mucho más que cuadras de
caminata para ahorrar en transporte los pesos que podrían usarse en otras
cosas. Aunque usar únicamente el metro significaba varios minutos a pie para
llegar al pequeño restaurante de su tía Carmen donde trabajaba de ayudante,
mensajero, lavatrastes y lo que se pudiera, evitaba el uso del camión o la "pesera" para hacer rendir lo que la tía Carmen le pagaba, eso sí,
bien puntual, cada sábado antes de cerrar.
No había conseguido trabajo en varios meses, pero de alguna
manera esta temporada le estaba sirviendo para encontrar una parte de su vida
que creyó perder entre computadoras, números, archivos electrónicos y horas
extra, en la empresa donde había estado
empleado por unos cuantos años y que, de a poco, se había convertido en una plana
y pesada rutina que devoraba las hojas del calendario.
Recordar el edificio gris y su luz mortecina, el olor a desinfectante
de pino y trapo sucio que imperaba en los baños, la alfombra verde y los vidrios
biselados, las ventanas cerradas y la lujosa oficina del gerente con su
escritorio inmaculado, sus cortinas de gruesa tela roja, sus diplomas que
colgaban del muro y sobre todo su insoportable prepotencia, le daban la certeza
de no haberse equivocado ese viernes en que decidió no regresar el lunes
siguiente.
2.
Antes de entrar a la Arena dio una caminata por los puestos
callejeros. No había mucha gente, al menos no la que esperaba ver congregada en una función de campeonato. El
olor lo guió hasta uno donde se reventaban sin pena, entre sal y aceite, granos
de maíz en una cacerola suspendida sobre un mechero para hacer palomitas.
Compró una bolsa "mediana y sin chile por favor". Vio luego a una rubia de peróxido
atender un improvisado tenderete en la cortina cerrada de un taller mecánico; allí vendía máscaras de luchadores cuyos nombres y glorias parecían más bien consecuencia de
memorias ajenas. Recordó que, en su lejanísima infancia, creía que ponerse la mal
cosida máscara del Santo que le había regalado su padre en un cumpleaños, le
otorgaba toda la fuerza, habilidad y valentía que el encapuchado de plata demostraba en sus
películas ante extraterrestres de látex, momias y murciélagos de utilería y "vampiras" casi sensuales en escenas que lindaban en el soft porno. Las
escandalosas bocinas de un puesto de discos pirata lo trajo de vuelta a las
afueras de la Arena. Miró el reloj, todavía era temprano. En un local cercano vio
aparecer el paraíso en forma de tacos y barricas de tepache. Sin darse cuenta,
la bolsa que contenía las palomitas de maíz se había convertido en una bola de
papel estraza donde limpiaba sus dedos de los rastros de los granos de sal.
3.
Fue el sábado siguiente a su deserción laboral. Había
decidido pasear un rato por la alameda de Santa María, quizá para levantar los
recuerdos de los paseos familiares. Ella estaba recargada en el barandal del
Kiosco Morisco. Tenía la mirada perdida, como si quisiera traspasar el tiempo,
un tiempo denso, silencioso, exclusivo. Era muy joven, de difíciles veinte,
pelo largo y, ni modo de no mencionarlo, unas piernas estupendas formadas quizá
por su afición al baile, el gimnasio o los ejercicios aeróbicos y que asomaban
por debajo de una falda de colores chillantes.
Quiso la suerte que una hoja de papel, doblada con excesivo cuidado,
cayera del bolso de ella mientras caminaba para cruzar la plazoleta. Las
jacarandas habían alfombrado el suelo, impidiendo que ella se percatara del
sonido de la hoja al caer. No había dado dos pasos cuando Ángel ya gritaba para
llamar su atención, agitando el papel entre sus dedos. "Hey, Señorita, se
le cayó esto". "Gracias" respondió la joven y giró para retomar
su camino, sin embargo, con aquella palabra también se había escapado un llanto
que sólo esperaba que ella abriera la boca para desbordarse. Era un llanto
contenido, como esos que entrecortan el aliento y las palabras. "¿Estas
bien?" (pregunta demasiado tonta), "Sí, no es nada" (respuesta que
sugiere que no se está bien y pasa algo). "¿Te puedo ayudar en algo?"
(ofrecimiento sincero de Ángel, aunque, ante una desconocida, esperaba un 'no'
por respuesta). "No, está bien, gracias" (la respuesta llegaba
puntual. Se sentó en la banca metálica que estaba a su lado poniendo una pausa
a su marcha). "Mira, no sé lo que te pasa, pero a veces las cosas no son tan
grandes como uno cree. No te voy a pedir que te calmes, quién soy para hacerlo,
pero en serio. No te preocupes. Todo
estará bien" (una sarta de lugares comunes, cierto, aunque se necesita
tener un genio singular para decir algo inteligente en una situación así).
"Gracias" (respondía la joven secando sus ojos y procurando no
embarrar demasiado el rímel que había comenzado a diluirse). "Me llamo
Ángel" (extendió su mano, presentándose). "Alma" (respondía con
palabras y con una mano delgada y larga. Muy suave y menos fría). Permanecieron
en silencio algunos minutos, Alma recuperó la tranquilidad de antes y dejó la
banca para seguir su camino mientras Ángel memorizaba los matices de una mirada
indescriptible. Pensaba en matices y no en color porque los ojos de Alma
parecían cambiar de tonalidad, no sólo por causa de la luz de la tarde que comenzaba
a extinguirse, también porque ahora que su rostro portaba una sonrisa lavada y
prematura, parecían aclararse un poco más, contrastando con la bella turbidez
de la que había sido testigo mientras sosegaba el llanto. "Me voy,
gracias". Mientras Alma se alejaba, Ángel recorrió con la mirada aquel
cuerpo en marcha y en esta exploración descubrió una cicatriz en forma de
cometa en su pantorrilla izquierda. Así la vio alejarse, mientras la noche ya
asomaba por los bordes de un cielo sin nubes.
4.
Instalado en su butaca de ring side Ángel disfrutaba de las luchas preliminares. Jóvenes
entusiastas y arriesgados, deseosos de
llegar pronto a las estelares donde la paga es mucho mejor. La primera lucha duró poco, dos caídas al hilo de una pareja que vestía trajes de cuero, pelo
largo y tatuajes. Parecían fanáticos de alguna banda de rock gótico que
luchadores rudos. La segunda lucha fue un mano a mano entre dos enmascarados
atléticos cuyas cualidades eran mucho menores a su catálogo de groserías,
mentadas y sonidos guturales.
La tercera lucha era una sorpresa no incluida en programa. Una
lucha femenil entre "La cobra sangrienta", actual campeona ligera, y "La
estrella fugaz", animosa retadora que había tenido una meteórica carrera,
según reseñaba el anunciador. Las luces se apagaron y pronto llegaron las rivales
enmascaradas al cuadrilátero. La sorpresa de Ángel fue mayúscula al descubrir
en la pantorrilla izquierda de la "La estrella fugaz" una cicatriz en
forma de cometa. Pensó que nadie en el mundo podría replicar una marca tan
distintiva en una piel memorable.
La lucha era favorable a "La estrella fugaz", los
rápidos movimientos de sus ágiles y hermosas piernas la convertían en un
objetivo casi imposible para "La cobra sangrienta", quien con torpeza
trataba de asestar algún golpe que aplacara en definitiva a la huidiza
retadora. En pocos minutos Ángel se descubrió gritando entusiasmado todo tipo de
loas en favor de "La estrella fugaz", esa joven que había estado
llorando en la Alameda de Santa María, que había permanecido en silencio y había convertido en un recuerdo singular la tarde de aquel día.
La primera caída concluyó demasiado pronto, "La estrella fugaz" había doblegado a "La cobra..." con unas tijeras voladoras que rápidamente la postraron en la lona.
La primera caída concluyó demasiado pronto, "La estrella fugaz" había doblegado a "La cobra..." con unas tijeras voladoras que rápidamente la postraron en la lona.
La segunda caída prometía ser una extensión de lo ya visto.
"La cobra..." no tenía nada con qué retener su campeonato. "La
estrella fugaz" aparecía y desaparecía de las esquinas del cuadrilátero
con una rapidez propia de la prestidigitación y la acrobacia. Sin embargo, en
un instante, "La estrella..." resbaló a causa de un hielo que se
había derretido dejando un minúsculo charco en la lona. Ese momento fue
aprovechado por "La cobra..." para arrojar sal en los ojos de la
retadora quien, ciega, fue fácil víctima de los manotazos y patadas filomenas
de su rival. Al momento siguiente, "La estrella..." caía del
cuadrilátero, indefensa ante la campeona quien, rabiosa, quería hacer pagar la
afrenta que su contrincante le había hecho pasar. Sin pensarlo, Ángel brincó de
su asiento para dirigirse hacia donde las mujeres mantenían esa lucha desigual.
Antes de llegar a la valla metálica, un par de guardias le bloquearon el camino,
le tomaron como muñeco de trapo, en vilo, casi lo arrojaron hacía las butacas de atrás.
"¿Que no ven?, le echó algo en los ojos, no mamen, eso es trampa". Alguien de
repente le entregó a "La estrella..." una botella de agua con la que
pudo lavarse los ojos. Recuperada, hizo
polvo a "La cobra...", la subió al ring y en tres palmadas de lona el
réferi dictaminaba que había nueva campeona ligera. "¡Alma!, ¡Alma!",
gritaba Ángel con verdadera desesperación mientras un guardia de pelo a rape y
camiseta negra lo conducía por un pasillo alejándolo del cuadrilátero.
5.
Permanecía sentado en una de las oficinas de la
administración. Alguien escuchaba la A.M., distinguió la voz del locutor de la
estación donde solían transmitir viejos boleros.
Enfundada en unos pants, fresca y con el cabello húmedo, pero
con su irrenunciable máscara, apareció "La estrella..." en la
oficina. "Quiero agradecer tu entusiasmo por la lucha de hoy y espero que
no te hayan lastimado mucho, tú entiendes, la gente es muy apasionada y pues,
los chicos de seguridad están para cuidarnos". Mientras "La estrella..."
daba estas explicaciones mantenía la mirada en una fotografía en la que
escribía con un plumón de tinta negra y con letras demasiado estilizadas, una
dedicatoria quizá ensayada y replicada cientos de veces. "¿Cómo te llamas?".
"¿En verdad no te acuerdas de mí? La Alameda de Santa María, el kiosco".
Convencido de la inutilidad de convocar al recuerdo, respondió, "Soy Ángel,
Alma".
"La estrella..." terminó de escribir la
dedicatoria, estampó un beso en el papel y uno más en la mejilla enrojecida de
Ángel.
Un sujeto atlético apareció por la puerta acompañado de dos
mujeres. Una de ellas parecía ser "La cobra...", la otra se aproximó y simplemente
besó con entusiasmo envidiable a Alma y salieron los cuatro en silencio.
"Ya váyase, amigo" le dijo el mismo guardia que lo
había conducido a la oficina. Hasta entonces se le ocurrió leer la dedicatoria
que había quedado plasmada en la foto:
"Con todo cariño para el ángel de mi guarda. Sí me
acuerdo. Alma".
Afuera la noche era ya una realidad. Ángel había decidido no
quedarse a ver las luchas que restaban a la función. En la A.M. Los Panchos
cantaban "Sin un amor, la vida no se llama vida..." Dobló la
fotografía y la guardó en la bolsa interior de la chamarra. Comenzaría a buscar
trabajo mañana, ¿cómo qué? Pues quién sabe, pero algo interesante, que le
permitiera conocer gente para nunca dejar de sorprenderse, estaría bueno,
"¿Por qué no?", se preguntó.
Ciudad de México.
Marzo 2015.