Muy poco tiempo
dura el pesar de amor, que sólo
tiene que durar toda la vida.
Rubén Bonifaz Nuño.
Cuando llegó a la esquina volteó para mirar, ya de lejos, la
fachada despellejándose bajo la última insistencia de la tarde. Extendió su
mano y encontró, por fortuna, un poste de piel herrumbrosa, fría y ausente como
aquella esquina que no tenía más que gente.
Su cartera se había vaciado luego de algunas horas en esa
cantina oculta en cualquiera de las calles truncadas cercanas al mercado de San
Juan. Por fortuna, las copas que cubrieron los billetes, ahora evaporados, habían
sido suficientes para convocar el recuerdo gracias a una improbable consola que sonaba
tras la barra y que hacía girar discos de treinta y tres.
Entonces comprobó que cualquier “ella” o cualquier “tú” incluidos
en las letras rimadas evidenciaban una ausencia particular y eran susceptibles a
la adjudicación inmediata. Equivalían a la inabarcable ausencia que soportaban
sus brazos, al silencio que parecía perfeccionarse en su voz. Para entonces ya
había claudicado, había decidido dejarse revolcar por los timbales, las
estridencias doradas de las trompetas y los pulsos tachuelados del piano.
Por la inminente sequía económica, tuvo que devolver al meserito de moño y peinado de astas cuando éste ya
se aproximaba desafiando las leyes de la gravedad con un nuevo vaso alargado
sobre una charola metálica. Sobre ella, un nombre que se reproducía además en
la cubierta de un par de mesas del fondo y en los calendarios de las paredes:
Victoria.
En aquel momento despojado de tiempo, apoyado del poste,
confundido por la suficiente ingesta etílica y con la poca lucidez que le
dejaba el embotamiento, en verdad, se sintió victorioso, absoluto vencedor de
aquella despedida inexistente pero tácita que, todavía, seguía recomponiendo
para no abismarse en la profundidad de las imposibilidades. Victoria, una contradicción
incuestionable. Sin vencer ni aventajar, se sentía el sobreviviente de una
campaña inexistente ante una presencia que solía comparar con el misterio de lo
inexplorado.
Adelantó la vista antes que comenzar a caminar, como
pretendiendo memorizar las irregularidades de la banqueta para poder
combinarlas con las dificultades de dirigir sus pasos en línea recta.
Mientras se alejaba, le pareció escuchar una frase que
consideró adecuada para redactar su rendición absoluta. La clausura del camino
de regreso a menos que fuera por causa de la nostalgia. “Y me quedé sin ti”, la
confesión que lo terminaba de evidenciar, no en los demás sino ante sí mismo.
La aguja raspó el disco al no encontrar más los surcos que permitían
convertir el silencio en notas tropicales que sólo podían suceder en el centro
de ciudad. Pudo remontar la brevedad de la calle con algunos pasos. Pensó en voltear
una vez más, un último recuento visual. Por fortuna, decidió no hacerlo.
Ciudad de México.
Diciembre 2015.