“… y por las madrugadas del
terruño,
en calles como espejos se
vacía
el santo olor de la
panadería.”
Ramón López Velarde.
Hace unos días la memoria de la tierra nos recordó nuestra propia memoria.
La tarde del sol apenas se colgaba del punto más alto del cielo. Pasos, por
supuesto, prisas, como siempre. En ese momento de reloj de brazo abierto, la
tierra protestó, quizá, cualquiera de los daños que le debemos.
Un temblor de grados y cercanías apenas concebibles quebraron el medio día.
Las prisas de siempre se pausaron para convertirse en caudal de pasos sólo unos
momentos después. Cayó el ladrillo sobre el ladrillo. El gris del cemento fue
por un instante la lluvia pesada que asfixió el aliento. No hubo aire denso, no
hubo aire.
En las calles los rostros fueron otros, los mismos de siempre pero
diferentes. Había miedo, desesperación, incertidumbre.
Las voces comenzaron a dejar sus testimonios en los oídos de los compañeros
que seguían sin entender por qué justo ahora, por qué no ayer o mañana, por qué
hoy un par de horas después de un simulacro que parecía haber sido el presagio
de las heridas por venir:
Se cayó un edificio en la esquina. Hay fuga de gas allá a la vuelta. Tronó
la barda de la casa de al lado. Ya no hay Metro. Los postes, el transformador,
los cables, los vidrios. Ya no hay luz, falta el agua. Faltaría mucho más en el
recuento.
Pero volvimos. ¿Cómo están? Ojos enrojecidos por el polvo y las lágrimas a
medio camino. Palabras incompletas por el nudo en la garganta y la resequedad
de las bocas. No importaba. Llegamos. Abrazamos a los demás, a los otros, a
nosotros.
De pronto en la tibieza del abrazo y el consuelo alguien ordena: Come un
pedazo de pan.
Nunca he sabido cuál es el origen de tal recomendación o si existe algún
efecto positivo o adverso ante la ingesta de trozos de pan blanco
después de una impresión que remueva las ciénagas del miedo. Un trozo de
bolillo, no panes azucarados, no una pieza de repostería u hojaldre. No. Un
bolillo, la más humilde e imprescindible de las delicadezas que salen del horno
de la panadería.
Es una recomendación extraña, pero cierta. Quizá incurra en un error
imperdonable, pero nadie, después de un evento traumático piensa en remitirse a
las reservas calóricas de su alacena. El instinto de supervivencia, de
conservación, de protección, quizá siga los pasos del refugio doméstico al
deseo irrenunciable de la seguridad familiar y el ánimo de la comunidad.
La vida, la familia, el techo, el estado físico y patrimonial. Ahí debe estar el
pensamiento inmediato de cualquiera que pueda atestiguar el antes y el después
a una catástrofe. Cuando el pensamiento llega a la alacena, a buscar la pieza
del pan de ayer es porque alguien más lo ha guiado. El otro, la otra. La mamá, la
hermana, la sobrina o la vecina han hecho esa recomendación. El otro, la otra,
el compañero que se preocupa por el miedo del otro antes que por el suyo, que
desea que el otro o la otra no se vaya corriendo tras el pavor de la tragedia.
Entonces el freno son el abrazo y un pedazo de pan, de un humilde bolillo que
arropa los sentidos, nos centra en el estómago, nos remite a lo simple para
seguir con la complejidad que nos aguarda en lo que sigue.
Después del sismo del 19 de septiembre de 2017, vi a un joven estudiante ir
a buscar a su novia, otra joven estudiante, a la escuela. Ambos, como todos, se
habían llevado tremendo susto. El chico llevaba en su mano su teléfono (un
órgano más en la configuración morfológica de los jóvenes del segundo milenio)
y un sencillo y heroico bolillo, también sobreviviente de la cena del día
anterior. Ese era el equipo de búsqueda y supervivencia. La tecnología y la tradición, el dicho popular.
Come un pedazo de pan. Comparte un pedazo de pan. Abraza a quien vio el
miedo de frente y coman con trozo de pan. Recuerden la tibieza de la cocina y que
un bolillo cabe en un puño, como el corazón. Un bolillo en la boca sabe al
calor del horno, al trabajo, al desvelo, a la sencilla complejidad de la vida.
Por eso, la vida también sabe a pan.
A todos los hermanos y hermanas de aquí y todos
lados que hicieron del dolor su dolor.
Ciudad de México, 23 de septiembre 2017.