Último día del
año y traigo algo así como fundido el fusible de la celebración. En realidad un
poco siempre. Es que no entiendo. Parece que mi familia quiere celebrar su
noche de año viejo por obligación. Están apurados, algo tensos, medio quejosos.
Pero a ratos. De repente se alivianan tanto que parecen de dulce.
De mí quizá
digan que estoy en un rincón metido en la computadora desde hace varios
minutos, casi horas. O no dirán nada, que quizá me halagaría más. Pasar un poco
como sombra.
A mí no me gusta
hacer recapitulaciones, ni balances, ni retrospectivas. Este fin no me gusta
tanto como el comienzo tan igual, tantas veces. Quizá diré que dejé de hacer
muchas cosas, demasiadas si se comparan con lo que apenas terminé. Deshice
nudos, dejé que se quebraran memorias, rompí fotos en el inútil intento de
romper recuerdos. Trunqué palabras que a nadie que no sea yo interesan. Traté
de acompañar el dolor de otros, en especial de otras, pero apenas lo hice y lo
hice a la distancia. Las compañeras dicen que no necesitan “acompañantos”; y
las entiendo.
Ayude como pude,
quizá poco, pero así fue. Me perdí, escuché voces que se decían doler más que
otras, no disputé, mejor me hice a un lado.
Me volví más
desconfiado, más descreído, no con Dios, que él sabe sus asuntos, sino con
algunas personas que se empeñan en no ser el otro, su delirio de
particularidad, superioridad y mando los han trastornado. Odié a muchos y los
sigo odiando. Me asombró mi especie, tan agua limpia unas veces y tan miasmas otras
tantas. Mucha razón encontré en unas líneas del poeta (JEP) que no dejé de
recordarlas en demasiados momentos:
“Lo que te eleva
por encima de tus olvidados semejantes, los animales, y lo que te sitúa por
debajo de ellos: la señal de Caín, el odio a tu especie, tu capacidad bicéfala
de hacer y destruir, hormiga y carcoma”.
Quise aprender
algunas cosas sólo para descubrir todo lo ignorante que soy. Me topé de frente
con el paso del tiempo para aceptar que ya es tiempo de emprender el camino
hacia abajo, el ineludible camino que remansa en la muerte.
Mis manos
olvidaron otras manos que cabían perfecto en ellas como si fueran un molde. Aprendí
a escuchar los “no” y a decir “no”, cuando así me lo pareció aunque después me
preguntara por qué lo había hecho.
Pero, no se crea,
improbable lector de este rinconcito de la atarraya cibernética que pongo mi
balance como negativo. Al contrario, celebro que puedo aporrear cada una de las
teclas que me permiten intentar palabras. Estoy vivo, oiga.
Y es que no está
usted para saberlo, ni yo para andarlo contando, pero acá en México la muerte
parece ser el símbolo, el carnet de identidad. Muchos coinciden que la vida es
en sí misma una revelación hacia la muerte, es subversivo ese instante frente a
la eternidad del no ser, del no estar aquí, y ese simple hecho hay que
defenderlo y celebrarlo.
Sabrá también,
imposible lector, que acá en México se ha desvalorizado la existencia, vale más
un teléfono móvil que la vida de una persona y, por alguna extraña razón no
podemos terminar con ese marasmo que nos mantiene ahí, donde más conviene.
Pero insisto, el
saldo es positivo, es bueno, alienta, anima el alma (parece pleonasmo pero no
lo es). Así que cierro por ahora estas líneas para que mejor pase la vida allá
afuera de esta pantalla aunque a veces, porfiado que es uno, no se entienda.
Ciudad de México.
31 de diciembre de 2017.